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El día que llegó al vecindario Walrus, el amigo de Vik, me puse a ladrar como un perro. Era de esperarse, Walrus olía a puerto y es sabido que este tipo de personajes le escapan al salitre del mar y al peso insostenible de la presión de una morsa, tanto por temor a la erosión salina como a la debilidad que presenta su propio cuerpo.

Ese hecho originó una huelga en la pared de la cocina y la del baño que se conecta con la primera. La bombilla baño no encendía correctamente y no dejaba de pendular sobre su cable resquebrajado que nunca quiso Vik arreglar. En este sentido el joven de la casa es muy permisivo y aprueba la libertad de acción de los elementos del hogar. La protesta se debía a que, según lo argumentaban los ladrillos asociados a tal empresa, Walrus siempre que venía borracho y en las noches de insomnio saltaba sobre las débiles láminas que construían con su incipiente unión. Cierta razón tenían, el amiguito era muy rudo a la hora de dar patadas en la casa y la conformación de las paredes, por otro lado, era un tanto antigua como para andar haciendo juegos de niños con un cuerpo tan adulto y robusto.

Vik finalmente le dijo a su amigo que no debía maltratar a las personas y a los objetos puesto que, de esta forma, se hacía daño a si mismo. ¡Qué alegría sentimos en el instante que vimos el cambio en el rostro del arrepentido agresor! ¡Cuánta razón tenía nuestro mentor al pedirle a su amigo que nos dejara en paz! En ese instante, sorpresivamente Walrus abandonó la bebida. Su vida no cambió substancialmente. Seguía siendo el muchacho pícaro y travieso que frecuentaba ser, pero con la diferencia de que había dejado la agresividad a cambio de los dulces artesanales que le llegaban del Tucumán.

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Las Aventuras del Sr. Ladrillo es una creación de mi colega Sebastián Szkolnik, y el dibujo es obra de Aníbal Villarreal.